04Ago
Gente joven
04/08/2022 - Gente joven
El Mercosur se dobla pero (aún) no se rompe
La LX Cumbre del Mercado Común
del Sur (Mercosur), celebrada el 20 y 21 de julio pasados en el centro de
convenciones de la Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol), ubicado en
Luque, Paraguay, estuvo marcada por la falta de acuerdos –el presidente
uruguayo, Luis Lacalle Pou, se negó a firmar el comunicado conjunto– y volvió a
poner de manifiesto la crisis por la que atraviesa el proceso de integración en
el Cono Sur.
El desdén del mandatario uruguayo
tiene como trasfondo las negociaciones que desde hace unos meses viene llevando
a cabo para firmar un acuerdo de libre comercio con China, aun cuando ello
implique hacerlo por fuera del Mercosur. Como es sabido, la iniciativa despertó
críticas en otros países miembros, sobre todo en Argentina y Paraguay (país que
además no tiene relaciones diplomáticas con Beijing y sigue fiel a Taiwán). El
gobierno brasileño, por su parte, oscila entre la indiferencia, el apoyo
moderado (China es el principal destino de las exportaciones brasileñas) y una
reticencia basada en motivos ideológicos: al final, Jair Bolsonaro, quien no
asistió a la cumbre, siempre tuvo reparos en profundizar la relación con China.
Por otro lado, el sector ultraliberal que lidera el ministro de Economía Paulo
Guedes, aunque cada vez más relegado dentro del gobierno, mira con beneplácito
todo lo que implique desarmar el proteccionismo del Mercosur y avanzar en
acuerdos de libre comercio.
El punto neurálgico de la crisis
del Mercosur está en las divergencias respecto de cuál es el perfil comercial
que debe adoptar el bloque. Hasta hace poco, la disyuntiva pasaba por priorizar
indiscriminadamente la apertura hacia nuevos mercados, aun cuando ello
implicara desatender los vínculos económicos intrabloque o profundizar la
integración entre los socios, protegiendo a los sectores económicos vinculados
a la producción manufacturera y manteniendo la (imperfecta) unión aduanera. La
gestación de este debate tuvo lugar hace poco más de una década, cuando se
retomaron las negociaciones por el acuerdo de libre comercio con la Unión
Europea. Por entonces, el lenguaje de la integración pasó a estar marcado por
metáforas como «flexibilización» y «distintas velocidades». Esto significa
revisar el carácter proteccionista del bloque (reduciendo el Arancel Externo
Común) y avanzar en el acuerdo con la Unión Europea, con la opción de que cada
país se sume en diferentes momentos.
Pero en el último tiempo el
debate por la orientación externa del Mercosur se fue corriendo en favor de las
posturas «aperturistas». Ahora ya no se discute si priorizar o no las
negociaciones externas con otros bloques, sino la forma de llevarlo a cabo:
negociando todo juntos o habilitando la firma individual, por fuera del
Mercosur. Incluso en Paraguay ya no cierran la puerta a un acuerdo comercial
con China, siempre que se haga en bloque y que no implique condicionamientos
políticos, por ejemplo, que Asunción asuma la política de «una sola China» y
corte vínculos con Taiwán.
En términos normativos, habilitar
que cada país pueda negociar de manera individual tratados de libre comercio
–como postulan hoy el gobierno de Uruguay y un sector del gobierno de
Bolsonaro– significa violar el tratado fundacional del Mercosur, cuyo objetivo
final es alcanzar un mercado común y terminar definitivamente con la unión
aduanera. En términos económicos esto tendría efectos directos sobre algunos
sectores productivos, sobre todo argentinos y brasileños, que se verían
obligados a competir con productos chinos que entrarían de forma indirecta sin
pagar ningún tipo de arancel.
Una identidad en crisis
Los problemas del Mercosur, sin
embargo, no se reducen a las tensiones comerciales. La crisis es, en realidad,
mucho más profunda: lo que está en cuestión es la propia identidad del bloque.
No por nada en los últimos años se fueron acumulando otros puntos de
controversia, como la postura frente a la crisis venezolana y, más
recientemente, las dificultades para coordinar acciones frente a la pandemia de
covid-19.
En la década de 1980, periodo de
gestación del acuerdo, el sentido aglutinante de la integración fue el de
construir una relación de amistad entre Argentina y Brasil, en afianzar las
democracias y en fomentar la interdependencia económica. En la década de 1990,
la identidad del Mercosur se construyó sobre el objetivo de una inserción en la
globalización y la consolidación de las reformas económicas de corte
neoliberal. En los años 2000, durante la etapa de auge de los gobiernos de centroizquierda,
el bloque se redefinió en términos de autonomía y amplió sus agendas y su
estructura institucional más allá de lo económico-comercial. Tras el fin de la
«marea rosa», a mediados de la década pasada, la llegada de gobiernos de
derecha en países como Argentina y Brasil dio lugar a un «regionalismo abierto
recargado», en el que se volvió a apostar por la apertura comercial y la
inserción en la economía global.
Esa nueva identidad, sin embargo,
tampoco se pudo plasmar, dado que los gobiernos de la región se encontraron con
un escenario internacional que iba a contracorriente del discurso
globalization-friendly: el Brexit, Donald Trump, la pandemia y, más
recientemente, la guerra en Ucrania fueron minando las miradas optimistas sobre
la importancia de consolidar las cadenas globales de valor y revalorizando, en
cambio, la regionalización de la producción y el comercio. En ese sentido, no
es casualidad que el comercio intra-Mercosur haya tenido un crecimiento en
2021, aunque el volumen alcanzado sea similar al logrado en 2014.
Pero para comprender la crisis de
identidad del Mercosur hay que tener en cuenta otros factores de carácter
estructural. Uno de ellos es el efecto «centrifugador» que produce China. Por
un lado, al fomentar la bilateralización de las relaciones externas, dado que
el gigante asiático ha demostrado que prefiere vincularse tête à tête con los
países de la región cuando se trata de asuntos económicos. El hecho de que cada
país sudamericano haya negociado por su cuenta la incorporación a la Iniciativa
de la Franja y la Ruta es un claro ejemplo de ello (a nivel Mercosur, el único
antecedente relevante de algún tipo de estrategia conjunta con China se remonta
a 2012, cuando Argentina, Uruguay y Brasil firmaron el «Comunicado conjunto
para el mejoramiento de la cooperación comercial y económica entre China y el
Mercosur»).
Asimismo, la profundización del
vínculo comercial con China ha modificado significativamente la estructura
productiva de las economías sudamericanas, profundizando la especialización en
bienes primarios y la disminución del comercio entre los socios del Mercosur,
que pasó de 25% a fines de la década de 1990 a menos de 11% en 2021. Esto
tiene, a su vez, otro efecto: el establishment en los países del Mercosur ha
cambiado su fisonomía y, con ello, el tipo de integración que demandan los
actores económicos dominantes.
Brasil es un caso emblemático: el
crecimiento del agronegocio y los conglomerados rentistas transnacionalizados
en la economía verde amarela –en detrimento de los grupos industriales volcados
al mercado interno– ha aumentado las presiones para reducir el carácter
proteccionista del bloque y reorientarlo como plataforma para exportar
commodities hacia fuera de la región. En ese sentido, no es casualidad que la
agenda del gobierno de Bolsonaro para el Mercosur se haya basado en tres ejes:
achicar la estructura institucional (sobre todo, eliminando las instancias
vinculadas a los temas sociales, ambientales y de derechos humanos), reducir o
directamente eliminar el Arancel Externo Común y priorizar las negociaciones
externas con países y bloques extrarregionales.
La postura de Uruguay tampoco es
una novedad ni algo completamente disruptivo en su política exterior. Desde el
punto de vista económico, en la dirigencia política uruguaya se ha consolidado
un consenso respecto de que el Mercosur debe servir principalmente como un
vehículo que facilite el acceso a nuevos mercados. En todo caso, las
diferencias radican en si la condición es hacerlo vía Mercosur o si el camino
solitario es una opción viable y deseable. «Siempre vamos a tener una pata
afuera del Mercosur», sostuvo en su momento el ex-presidente José «Pepe»
Mujica, referente del Frente Amplio Uruguayo y promotor de la Patria Grande
desde sus tiempos de militante tupamaro.
Lula y la esperanza del
relanzamiento
Con la elección que se avecina en
Brasil, todas las luces están puestas en el posible retorno de Luiz Inácio Lula
da Silva al Palacio del Planalto. Para muchos, esto alimenta las esperanzas de
recuperar la política exterior «activa y altiva» de la época del Partido de los
Trabajadores (PT) y relanzar (una vez más) el Mercosur.
El optimismo, desde ya, tiene sus
fundamentos. De por sí, es de esperar que un gobierno de Lula da Silva busque
revertir el aislamiento internacional, mejore significativamente la relación
con Argentina y reactive la «opción sudamericana», como alguna vez dijo Marco
Aurelio García para definir el eje de la política brasileña hacia la región.
Esto podría incluir revivir la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) o
reconfigurar un nuevo organismo sudamericano, retornar a la Comunidad de
Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y frenar toda iniciativa que
implique debilitar todavía más el Mercosur. En todo caso, que se doble pero que
no se rompa.
Otro punto que genera
expectativas en caso de que Lula da Silva retorne a la Presidencia es el de un
cambio en la agenda energética. Se trata de un tema clave tanto a escala
regional como global. Es que las posturas negacionistas y antiambientalistas de
Bolsonaro no solo han trabado los vínculos con Europa y Estados Unidos, sino
que también dificultan incorporar el tema de la transición energética y las
«inversiones verdes» en el plano regional de manera más asertiva.
Sumado a lo anterior, la salida
de Bolsonaro puede acelerar la incorporación definitiva de Bolivia como miembro
pleno del bloque (el trámite todavía no tiene la aprobación del Senado
brasileño). Así como se pensó en su momento respecto de la inclusión de
Venezuela, la entrada del país andino también abriría nuevas perspectivas para
la cuestión energética. En el corto plazo, la guerra en Ucrania está llevando a
las potencias occidentales a diversificar los suministros de energía
tradicional, como gas y petróleo. Las declaraciones favorables de varios
mandatarios europeos respecto de avanzar en la concreción del tratado Unión
Europea-Mercosur no pueden entenderse sin el cambio de jugadores que significó
la invasión rusa.
A mediano plazo, que Bolivia se
convierta en miembro pleno es una oportunidad para negociar conjuntamente
frente a China la comercialización del litio, considerando que América del Sur concentra
casi 70% de las reservas globales de este mineral y que el país asiático es el
principal comprador. Y, a largo plazo, se podría pensar en desarrollar un
encadenamiento regional de industrias basadas en el litio.
Sin embargo, el escenario doméstico,
regional y global en el que asumiría Lula da Silva dista de ser semejante a
aquel de principios del siglo XXI, con un Brasil en ascenso, una burguesía
comprometida con el proyecto de integración regional sudamericano y una región
más cohesionada, aun cuando en algunos países gobernaban mandatarios de
centroderecha. Las insinuaciones de que, aun con el ex-líder metalúrgico en la
Presidencia, Brasil continuaría con el ingreso en la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) dan muestras de que el margen de
maniobra para protagonizar la configuración de un mundo «postoccidental» ya no
son las mismas para el gigante sudamericano. Lo mismo podría pensarse con el
rol de las Fuerzas Armadas en el actual gobierno y la profundización de la
cooperación con Estados Unidos. En este marco, difícilmente pueda recrearse
algún tipo de instancia de cooperación en defensa a nivel subregional sin la
sombra de Washington.
En definitiva, el Mercosur se
encuentra en un proceso de redefinición identitaria, que se hace más visible a
la hora de discutir la orientación comercial. En este marco, priorizar el
avance en agendas no económicas puede ser una buena forma de desatar los nudos
problemáticos y la falta de acuerdos que hoy caracterizan al bloque. Asimismo,
los gobiernos y actores económicos deben comprender que no siempre los juegos
son de suma cero y que apostar al mercado regional –aun protegiendo
determinados sectores industriales– no necesariamente implica anular una mayor
vinculación con países y mercados extrarregionales.
Fuente:https://nuso.org/articulo/el-mercosur