04Nov
Informes de Salvador Di Stefano
04/11/2022 - Julieta Colella
La discusión de las cosas obvias
En el último informe de
perspectivas sobre la economía mundial, presentado recientemente por el Fondo
Monetario Internacional, el organismo planteó que lo peor está por venir. La economía a nivel mundial está
experimentando una desaceleración generalizada, más pronunciada de lo previsto,
con niveles de inflación muy elevados. Según los pronósticos, el crecimiento
mundial se desaceleraría de 6,0% en 2021 a 3,2% en 2022 y 2,7% en 2023. Por el
lado de la inflación mundial, se espera que aumente de 4,7% en 2021 a 8,8% en
2022, para luego descender a 6,5% en 2023 y 4,1% en 2024. Con respecto a la
tasa de interés, los principales Bancos Centrales continuarían con la política
monetaria de subir la tasa, en pos de combatir la inflación. Con estos números por
delante se cree que, exceptuando la crisis financiera mundial y la fase aguda
de la pandemia de COVID-19, estos niveles de crecimiento serían los más flojos
desde el año 2001.
De todas formas, cuando el FMI
plantea que el escenario por delante es más sombrío del que creemos, no está
únicamente haciendo referencia al año próximo, sino también al año 2024.
Tristemente las proyecciones empeoran de cara a los siguientes dos años. En
términos generales, la crisis ocasionada por la pandemia generó, de forma
permanente, que las economías del mundo pasaran a crecer a una tasa, en
promedio, 6,0% inferior a lo que las proyecciones estimaban previo a la
pandemia.
Puertas para adentro, Argentina
no será la excepción. La economía argentina se ha convertido en una combinación
de caída de la productividad y de los ingresos, desequilibrio fiscal y
monetario, e impactos negativos en el ámbito político y social.
El problema de la caída de
productividad y el desempeño del mercado de trabajo preocupa y mucho. En los
últimos años, el mercado laboral argentino viene mostrando indicadores de
desempeño muy débiles, sin muchas posibilidades de que mejoren, al menos en el
corto plazo. Si bien es cierto que, en términos generales, el empleo total
viene creciendo, la preocupación pasa por el hecho de que el empleo que se
genera es informal, de baja calidad y poco aporta al PBI. Hoy, la tasa de
desempleo es relativamente baja, en el orden del 7,0%. Generalmente esto no
sucede en contextos de inflación alta. De todas formas, recordemos que la tasa
de desempleo se calcula sobre la PEA (Población Económicamente Activa), es
decir, aquel grupo de personas que trabaja y aquellas que no lo hacen, pero que
buscan activamente un empleo. Por otro lado, existe la denominada Población
Inactiva, aquel grupo de personas que no tiene un empleo, pero que tampoco lo
busca activamente. Si, en el cálculo del desempleo, pasaríamos a tener en
cuenta a la población inactiva, desde ya que dicha tasa escalaría
exponencialmente. Con el correr de los años, la población inactiva es cada vez
mayor.
La situación delicada por la que
está transitando Argentina se ha convertido en una crisis de larga duración. La
pandemia, y particularmente la extensa cuarentena que se estableció, no es la
responsable de todos los males. Si bien fue un shock externo negativo que agudizó
problemas que el país ya tenía, tales problemas se iniciaron en abril 2018. Más
de 4 años después, la economía y la política argentina siguen empantanadas en
la misma agenda. Todas las distorsiones que vivenciamos hoy son materia de
preocupación en los últimos años.
Retomando lo del empleo, si
miramos un poco más atrás y observamos el comportamiento de la economía previo
a la pandemia, durante más de 8 años, la economía argentina solamente generó
empleo público o informal y destruyó el empleo formal. Si miramos en
retrospectiva, estamos instalados en un estancamiento que lleva más de 10 años.
El punto ahora es que el contexto
cambió por completo y lo que se percibe es escasa flexibilidad y capacidad de
los gobernantes para interpretar los cambios. Lo que ya no funciona más es una economía
funcionando gracias al Estado. Por lo tanto, sería momento de recurrir a la inversión
privada para que la economía continúe funcionando correctamente pero eso
requiere todo un cambio de sistema. Según los componentes del PBI, en
argentina, casi el 70,0% del producto está explicando por consumo público y
privado. La inversión representa menos del 20,0%. En economías como la de
China, acostumbrados a crecer a tasas superior al 6,0% previo a la pandemia, la
inversión representa aproximadamente el 40,0% del producto bruto interno.
Deberíamos cambiar por completo la composición de nuestro PBI si efectivamente
queremos volver a crecer de formas sostenida y sustentable. Esto deja entrever
que la lógica pública se está transformado, por lo que, habrá problemas
concatenados en el Estado.
A lo largo de este año ocurrió algo
inédito. Los políticos, tanto oficialismo como oposición, pusieron sobre la
mesa una discusión pública. Se discutieron cuestiones evidentes como si había
que pagar o no las tarifas la luz y gas, o si podíamos seguir bajo el esquema
de subsidio casi en su totalidad. También se discutió si el déficit fiscal
podía ser infinito o si había que volver al equilibrio. No solamente eso,
también se cuestionó si el desequilibrio fiscal podría financiarse exclusivamente
con emisión monetaria y, como si fuera poco, una discusión adicional, de si esa
emisión genera o no inflación. Puertas para afuera se discutió si valía la pena
que Argentina rompiera con las principales potencias del mundo (Estados Unidos,
Alemania, Japón).
Hoy nos encontramos con que, en
la discusión, ganaron aquellos que piensan que las tarifas hay que pagarlas,
por eso se avanzó con la quita de subsidios, que el déficit fiscal no puede ser
eterno, por eso se planteó un ajuste en el gasto público, que la emisión efectivamente
genera inflación, por lo que el Estado pasó a financiarse únicamente tomando
deuda interna, y que, obviamente, no podemos romper relaciones con el mundo. La victoria de algunos y el fracaso de otros
fue lo que generó que la coalición gobernante se quebrara definitivamente.
De cara al futuro, nos espera un
gran desafío, no solo por el plan de estabilización que habría que implementar
para controlar y reducir a la inflación, sino porque habrá que pensar en una
serie de reformas mucho más importante y estructurales, que generen un cambio
rotundo en la forma en la que entendemos la generación de riqueza, la
posibilidad de crecer y la participación del Estado en términos generales.
Como si todo esto fuera poco,
Argentina se enfrente a un año electoral. Muy probablemente, el gobierno que
asuma a fines del año próximo, sea del partido político que sea, si no encara una
agenda de cambios estructurales y demuestre, en relativamente poco tiempo, que
tiene alguna viabilidad de resolver o gestionar, volveremos a a entrar en una
crisis muy compleja.
A mediados del año 2020, el nivel
de pesimismo en Argentina ascendía al 68,0%. Esto quiere decir que a 68 de cada
100 consultados, el año anterior le había ido mejor y temían que el año próximo
le fuera peor. Esta proporción, no solo que se mantuvo, sino que se agravó con
el correr de los meses. Dicho número es alarmantemente más alto que años
anteriores.
En conclusión, toda esta agenda
de cambios estructurales a la que debería sumergirse Argentina requiere de una
gran capacidad política para saber cómo interpretar e implementar el plan que habría
que seguir. Requiere de un equipo muy coordinado y entrenado. Para los niveles
de problemas y la complejidad que tenemos por delante, las opciones políticas
disponibles inquietan y generan desconfianza. Por eso, la idea de que en el año
2023 podría haber un cambio, ya no alivia tanto como en las elecciones del año
2015. Se vuelve a poner sobre la mesa la pregunta de si es garantía de algo que
haya un cambio.